sábado, 12 de enero de 2013

LA IMPORTANCIA DE DECIR “TE QUIERO”


 Cada segundo de nuestra vida representa una magnífica oportunidad para regalar a las personas que amamos una sonrisa, un beso o un "te quiero". La ocasión perdida, jamás regresa.

                        LA IMPORTANCIA DE DECIR “TE QUIERO”
                                   
Acompasadas y solemnes, las campanadas del majestuoso reloj de pared anunciaban el morir del día. El sordo quejido del péndulo de acero sonaba como lamentos de un  destemplado corazón.
La amplia estancia, que hacía las veces de comedor, estaba decorada al más puro estilo victoriano: el aparador, coronado por un espejo tallado que remataba en copete; la rectangular y amplia mesa de caoba que, en el centro geométrico del salón, aparecía rodeada de sillas isabelinas con respaldo abombado y tapizadas en terciopelo de seda rayado; y, apartado, un amplio sillón de cuero, que completaba el resto de los elementos decorativos principales. En la pared descansaban un espejo veneciano, con aprecio de anticuario, y un par de grabados del siglo XIX.
Junto a la chimenea, amparada por una verja de hierro cromado, se ubicaba el rincón para la lectura, espacio acogedor en el que cobraba especial protagonismo la doble librería de madera, en cuyas baldas los libros parecían tomar vida propia. Y al fondo, como retirado pero llamativo, el piano donde César pasaba las horas componiendo música. Era su lugar preferido.
Extendiendo sus largos y retorcidos brazos sobre el habitáculo, una lámpara, de cristal de Murano, permanecía apagada. Apenas un haz de luz se filtraba entre las cortinas del largo ventanal, incrementando el aspecto agónico del recinto.
Todo estaba en orden, pulcro y perfecto. En el sillón de piel marrón yacía el señor Rivera, mudo y con la mirada perdida en el infinito. Se asemejaba a un juguete roto. Violáceas ojeras enmarcaban sus enrojecidos ojos, otorgándole semblante fantasmal.
Al hombre se le apreciaba derrotado, desfallecido. Apresaba en su mano izquierda una copa de coñac. La acercó lentamente hasta sus trémulos labios y bebió de un trago el amargo néctar, ansiando que el efecto embriagador del licor, aunque sólo fuera por unos instantes, silenciase el insoportable dolor de su alma.
Sobre la chimenea se podía divisar, protegido por un precioso marco de plata, el rostro angelical de César, su único hijo. Su dulce sonrisa y el brillo de sus inmensos ojos negros iluminaban el recinto.
Extrovertido e inseguro, el muchacho acusaba la falta de reconocimiento de sus virtudes por parte del progenitor. Esclavo de su forma de ser y de los demás, dependía siempre de alguien, o de las innumerables metas que se iba trazando.
Angustiado y nervioso, intentaba una y otra vez establecer el diálogo con su padre, pero su antecesor parecía sentirse más cómodo dando órdenes que escuchando razones. No apreciaba el efecto devastador que su actitud causaba.
Pasada la niñez y llegada la adolescencia, César se volvió extremadamente rebelde, con una personalidad marcada por la inseguridad y la desconfianza en sí mismo, lo cual ponía de manifiesto importantes problemas de autoestima.
Un permanente sentimiento de inferioridad le hacía compararse con los demás; de modo que, inconsciente él, acrecentaba lo negativo que creía poseer.
En afanosa búsqueda del perfeccionismo, mostraba a menudo un comportamiento obsesivo por no cometer fallos. El mínimo contratiempo que pudiese acontecer le hundía anímicamente, llevándole a profundos estados de pesimismo. Entonces, cobraba protagonismo el miedo a equivocarse en la toma de decisiones.
Su padre, dominante donde los hubiere, reprimía toda capacidad de iniciativa y creatividad que atentase contra la línea del comportamiento básico que, según su criterio, debía imperar.
César necesitaba concebir algo nuevo, relacionarse de manera innovadora, apartándose de cualquier esquema de pensamiento vulgar y conducta anodina. Acertó a encontrar en la música su válvula de escape; pero, lejos de conseguir el apoyo de su progenitor, la relación entre ambos se convirtió en constante y feroz duelo.
 Soñador, débil y alocado, conforme al austero concepto de su padre; sensible, noble y dotado de gran humanidad, en opinión de sus amigos, César decidió perseguir sus sueños y vivir su vida, renunciado a convertirse, según el deseo paterno, en abogado de prestigio; o sea, en digno sucesor de la familia Rivera. No aceptarlo supondría un pecado que jamás le perdonaría su antecesor.
¿En qué se había equivocado el intransigente don Daniel respecto a su hijo?
De este modo se recriminaba el consternado patriarca, sin hallar respuesta a sus dudas. Él había cumplido con su rol de padre, educando a su vástago en el orden, la justicia y en los que creía auténticos valores morales.
Una mueca indescifrable se asomó tímidamente a los labios de Daniel Rivera, que recordó con nostalgia los primeros años de la vida de hijo, cuando gozaba de su veneración. Y revivía en su memoria, de regreso al hogar, cómo corría el crío hasta sus brazos, feliz y ansioso, en busca de caricias.
Apenas el gesto de añoranza hubo cobrado viveza, le eliminó de su rostro. Tenía miedo a descubrir  que, bajo aquella mirada tan pétrea, latía un corazón desacompasado.
Tomó el retrato entre sus manos, sintiendo deseos de besar la imagen, mas de nuevo reprimió su emoción ante el temor a mostrar la chispa de humanidad que todavía alumbraba  en su alma.
            César no era quien debía haber sido. Bajo su severo criterio, se había convertido en alguien completamente inútil, un compositor de tres al cuarto, un cantante mediocre, un hombre vulgar.  Repetíase los defectos que acumulaba su hijo, en vano intento por justificar su frialdad paternal.
Sujetó con fuerza la copa de coñac entre sus agarrotados dedos de marfil, para a continuación lanzarla violentamente contra la chimenea, preso de incontenible ira.
Las lágrimas se asomaron incontenibles a sus cansados ojos, hasta que  explosionaron en acongojado llanto.
La  fotografía se escurrió de sus manos, hasta que cayó junto a los pies, como si intentase pedirle perdón.
Desde que la madre de César falleciera en fatal desenlace, años atrás, el señor Rivera, de carácter austero, se volvió agrio e intransigente, proyectando en el pequeño la frustración que le embargaba. El cariño y los mimos desaparecieron para el infante. Su padre, ya fuese por exceso de trabajo o  rigidez de carácter, no podía dedicarle la necesaria atención.
 Daniel Rivera permanecía encerrado en su despacho, a solas, enfrentándose al incontenible dolor que amenazaba con reventarle las sienes. María, la fiel sirvienta, alarmada por el inesperado estruendo que se había producido, se acercó con premura a la estancia. Cerrada a cal y canto, impedía conocer lo que estaba aconteciendo en el interior.
La buena mujer tocó levemente la puerta, solicitando permiso para acceder al recinto.
El inesperado toc-toc que llegó a sus oídos, sacó al señor Rivera, por un instante, de sus atribulados pensamientos.
Con voz enronquecida, rugió airadamente:
- ¡Quiero estar solo!
María se alejó de la puerta en silencio, igual que quien huye de la guarida del león para no ser devorado.
Enojado y apesadumbrado, Daniel Rivera recogió la fotografía del suelo, como si quisiera preservar un último tesoro. Pese a su altivez, la vida le había puesto de rodillas por medio del dolor.
 Miró el retrato de su hijo con los ojos del corazón. No era el rostro de siempre el que se asomaba ante sus pupilas. César era la viva imagen del candor, de la gratitud a la existencia humana, y a la placidez por el simple hecho de estar vivo.
El señor Rivera sintió cómo su corazón, desgarrado, galopaba cual caballo desbocado, buscando la libertad fuera de aquella pétrea coraza en la que hacía tantos años estaba preso. Por primera vez en su vida, la duda se hacía ocupa de su pensamiento. Debatíase entre sus arcaicos conceptos y los remordimientos por la intransigencia hacia su hijo.
Se cuestionaba si había pecado de exceso de autoritarismo, impidiendo  que su hijo madurase convenientemente
¿Qué le había movido a educar tan rígidamente a su heredero? ¿El bien del muchacho o, por el contrario, había actuado por puro egoísmo? Las preguntas, sin respuestas satisfactorias, le martirizaban.
Había intentado conseguir objetivos imponiendo sus criterios mediante presiones, tratándole sin discernimiento. La obediencia, la disciplina, y el orden habían sido las regidoras de la relación familiar.
Tal vez su actitud asfixió a César, quien, incapaz de resolver sus propios problemas, optó por rebelarse contra la opresiva autoridad, llegando en ocasiones a tener una conducta antisocial. Viendo el mundo como algo hostil y represor de todos sus deseos, buscaba satisfacción en pequeños grupos marginados.
El recuerdo de la última discusión con su hijo le martilleaba las sienes, sin tregua, una y otra vez. Su desproporcionada ira ante la actitud desafiante de su César le había llevado a perder el control.
 Actuó de un modo que no podría perdonarse nunca. La dureza de sus reproches había sido rubricada con un feroz bofetón.
Arrepentido en el momento del agravio, no supo reparar la ofensa. Consideró que, de haberle pedido perdón, se hubiera humillado ante él, perdiendo el poco respeto que aún pudiera tenerle.  
Se mordió los labios y apretó los dientes al escuchar la sentencia, que su heredero nunca debió pronunciar:
- No te preocupes papá. No me verás más.
            César cumplió su palabra. No volvería jamás a casa. Partió la noche del 20 de diciembre para no regresar. Perdió la vida en un absurdo accidente. Quién sabe si producto de la poca visibilidad que permitía la fuerte tormenta,  o debido a la temeraria imprudencia del muchacho. Quizá medió el destino, o acaso fue un castigo divino.
Poco importaba el motivo del cruel infortunio. El padre no volvería a escuchar su voz, ni su risa, ni embriagaría la casa con aquella fragancia de Paúl Gauthier.
Solo le quedaban silencio y vacío.
Jamás pensó que pudiera sentirse tan mísero, teniendo tanto. Consiguió prestigio, poder, fortuna y un gran nombre, obtenido la reverencia de la sociedad; pero, a cambio, había perdido el respeto hacia sí mismo. Fracasó en lo único realmente valioso: demostrar el inmenso amor que sentía hacia su hijo.
¿Por qué no supo brindarle a tiempo una sonrisa, una caricia? ¿Por qué no depositó, oportunamente, un beso en su mejilla?
Se reprochaba, una y otra vez su actitud, sin encontrar alivio ni respuesta.
¡Le amaba tanto! Pero jamás supo transmitírselo.
No acertó a interpretar el significado “del amor” de modo correcto. Temía que, si le enseñaba a amarse a sí mismo, pudiera el joven incurrir en narcisismo. Por el contrario, si le inculcaba el amor hacia los demás, pudiese perder la responsabilidad y el aprecio propios.
Obvio es que muchas personas no son lo suficientemente buenas  por no haber sido convenientemente amadas.
            La intolerancia y la rigidez, confabuladas, le habían arrebatado a su querido hijo para siempre.
Se maldijo de nuevo, en vano intento de aliviar el sentimiento de culpa que le corroía el alma. Educado para ocultar aprecios y emociones, se empecinaba en mostrar su dureza, como ejemplo con que ganarse el respeto de la sociedad.
¡Lamentable y atroz error!
¿Qué importaba ahora el mundo, si estaba solo? ¿Para qué anhelaba el poder, si había perdido lo más valioso que poseía? A falta del amor de su unigénito, quedaba convertido en el ser más pobre del mundo.
Hubiera dado todo por recuperar a César, aunque fuese tan solo por unos minutos. Para poder pedirle perdón, de rodillas si fuese necesario, por todo el daño que, sin pretenderlo, le había causado. Por no haber sabido respetarle, ni comprenderle; por haberle juzgado y condenado sin causa real; por no saber ejercer de  padre, sino de inquisidor y verdugo.
Era demasiado tarde. El dolor que sentía dentro de sí se le antojaba indescriptible.
Él, que lo tenía todo programado, bajo control, ignoraba que el amor, el tiempo y el perdón no se pueden comprar, y que con la muerte no se puede negociar.
La vida estaba dándole una amarga lección, obligándole, de forma brutal,  a distinguir lo importante de lo banal.
Había comprendido, en un solo instante y de la forma más atroz, todos sus errores.
 No se debe dejar para mañana lo que se pueda decir, hacer y, sobre todo, amar hoy.
Con el corazón roto y el alma envuelta en profunda amargura, dirigió su mirada hacia el pequeño trocito de cielo que se vislumbraba entre los visillos.  La noche comenzaba a apoderarse del entorno. Las gotas de  lluvia, como si de lágrimas del cielo fueran, caían lastimeras, haciendo aún más lúgubre el entorno.
Era demasiado tarde; pero aún así, en desesperado intento por tranquilizar su atormentada conciencia y con la esperanza de que su hijo pudiera escucharle donde estuviese, gimió cual animal herido de muerte:
- ¡Perdóname, hijo mío! ¡Perdóname!
Estremecido ante el propio eco de voz, respiró hondo y tragó saliva. Hizo acopio de un valor hasta entonces desconocido, verbalizando con desgarro los sentimientos tantos años cautivos en su corazón. Y confesó lo que siempre había deseado expresar, pero que nunca se había permitido pronunciar:
¡Te quiero hijo mío! ¡Te quiero!

 FIN