viernes, 21 de septiembre de 2012

MAS FUERTE QUE EL INSTINTO

"Más fuerte que el instinto" es un cuento que refleja los sentimientos de culpa, a veces equivocados, que sentimos por actuar conforme a nuestra propia naturaleza.
Espero sea de vuestro agrado y, como siempre, agradezo vuestros comentarios.
Un besazo muy fuerte a todos.


                     

MÁS FUERTE QUE EL INSTINTO

Érase una vez un lindo gato persa, llamado Duque, de cuerpo redondeado y musculoso, estructura ósea robusta y patas gruesas, cabeza ancha y redonda, mejillas salientes y nariz corta. Tenía las orejas pequeñas y el pelaje espeso y sedoso, en la base blanco y ahumado en las puntas. En sus redondos y vivos ojos se reflejaba el felino color verde. 
Duque, era un gato dulce, de temperamento tranquilo y pacífico. Necesitado de afecto, requería  frecuentes muestras de cariño. Muy dormilón, le encantaba oír piropos referidos a su belleza. Gran observador y poco expresivo, cazaba roedores, pájaros y peces.
Disfrutaba acurrucándose en el regazo de la abuela María, la cual pasaba interminables horas delante del televisor. Mientras la buena señora veía las telenovelas o los programas de actualidad, acariciaba al animalito.
A sus siete años de edad, a Nacho le gustaba jugar con Duque, al que lanzaba una bola de papel de periódico, a modo de pelota, para que el minino corriese a buscarla; o la  balanceaba pendida de un hilo con objeto de que el gato intentara cazarla como si fuese una golosa presa.
Muchas eran las razones de Duque para sentirse el rey del hogar, en el que gozaba de los mimos y piropos de toda la familia. Mas oyó comentar, cierta mañana de primavera, que una nueva mascota estaba a punto de incorporarse a la casa.
El gato sintió celos de inmediato. Acostumbrado a acaparar las atenciones, le costaba hacerse a la idea de tener que compartir el cariño con un intruso.
Por fin, llegó el día anunciado. Duque percibió, desde el sofá en que reposaba, el ruido característico del Opel Corsa familiar. El gato vio cómo Nacho salía del auto sosteniendo una pequeña caja entre las manos; su padre, detrás, llevaba un envoltorio de plástico.
El minino, intrigado, se escondió tras la puerta del salón. Sentía inmensa curiosidad por conocer a quien presumía como rival.
Reunida la familia, el papá de Nacho sacó la jaula que escondía la bolsa; la mamá y la abuela esperaban, expectantes, a conocer al nuevo miembro del grupo.
El niño abrió la cajita y cogió con mucho cuidado a la mascota. La abuela abrió la puerta de la jaula, y Nacho colocó en el interior un precioso canario de amarillo plumaje.
El gato, sorprendido, abrió exageradamente sus enormes ojos. No podía ser cierto lo que veía.
- ¡Un pájaro! - exclamó, tapándose la boca para que no pudieran escucharle.
Tantas mascotas como hay en el mundo y tenían que comprar un canario. ¿Es que nadie había reparado en su condición de gato? Los gatos comen pájaros.
Desolado, marchó al desván y se recostó en su viejo y mullido almohadón.
- ¡Duque! ¿Dónde estás? - preguntaban -. Tienes que conocer a Romeo.
- Conocer a Romeo -  repitió, en tono irónico, el felino -. ¿Cómo sería posible hacerse amigo de un pájaro que solo le avivaba el apetito?
Nacho descubrió al minino recostado.
-  ¿Qué pasa? ¿Te encuentras mal?
El niño le cogió en brazos, le llevó al salón e hizo la presentación.
- He aquí a Romeo. Como verás, es muy lindo. Todavía desconoce la casa y está asustado;  pero en cuanto se sienta cómodo en su nuevo hogar,  seguro que comenzará a cantar. Seréis buenos amigos - afirmó Nacho, acariciándole.
- Miau - maulló el minino. Adoraba tanto al niño que no deseaba contrariarle.
Los días siguientes la familia en pleno estuvo pendiente del gato, evitando que la llegada del canario fuera traumática para Duque. Desde que ingresase en la morada, siendo cachorrillo, todos le adoraban.
A su vez, sensible y de buen corazón, el minino hacía grandes esfuerzos para convivir en armonía con Romeo. Por nada del mundo quería que éste sintiera rechazo. No obstante, debido a su instinto carnívoro, evitaba acercarse demasiado a la jaula.
Se entretenía para evitar los malos pensamientos. Jugaba en el jardín con Nacho, o en la cocina con la abuela María.
Una calurosa tarde, mientras dormía la siesta en el sofá del salón, Duque sintió un cosquilleo en la espalda.
- Hola.
Al escuchar junto a su oreja izquierda la dulce voz del ave, el gato creyó estar soñando.
- ¿Duermes? -  preguntó, curioso, el pájaro.
Duque saltó, sorprendido. El canario, atemorizado, echó a volar y se posó en el televisor. Mientras, el gato frotábase los ojos con sus patas delanteras, para recuperarse de la impresión. ¿Qué hacía Romeo suelto?
- ¿Te he asustado?- inquirió el canario.
Duque respiró profundamente antes de responder, tratando de calmar la ansiedad:
- No te preocupes; soñaba, pero ¿qué haces fuera de tu bonita jaula?
- Nacho me ha dejado salir. -  contestó el pájaro - .Quiere que pueda  moverme en libertad. ¡Es muy divertido! Dice que si no vuelo con regularidad, mis alas se atrofiarán.
- Nacho sabe cuidarnos - dijo el gato, temblando; y, temiendo cometer una locura, decidió poner tierra de por medio -: Encantado de charlar contigo, Romeo; mas he de marcharme. Tengo que corretear un rato para mantenerme en forma.
- Vale - aceptó el canario -. Hablaremos otro día.
- Así será. Adiós.
Duque salió al jardín. La convivencia con el canario resultaba harto difícil. Hasta ahora, su existencia había transcurrido tranquila y feliz. Sin embargo, las cosas empeoraban.
Ansioso, el gato debatíase entre el deseo de comerse a Romeo y el cariño que empezaba a cogerle. Para calmar la angustia que sentía, hacía largas escapadas al bosque. Entre otros recursos y entretenimientos, practicaba yoga, sentándose en posición de loto. Además, se volcaba en la meditación, e incluso recitaba el mantra OM, pero no obtenía el efecto deseado.
El cansancio acumulado, la falta de apetito y los trastornos del sueño, condicionaron que el hermoso pelaje del felino comenzara a caerse, originando calvas que dejaban al descubierto la carne.
Triste y angustiado, Duque hacía lo posible por evitar encontrarse con el simpático canario, que ajeno a los sentimientos que despertaba en el felino, ponía todo su empeño en afianzar la incipiente amistad.
 La familia, preocupada por la notable apatía del gato, resolvió que lo viera el veterinario.
Don Carlos, que así se llamaba el médico en cuestión, era un hombre alto, algo desgarbado, con el pelo blanco y enorme bigote. A continuación de explorar detenidamente al gato, diagnóstico:
- No le encuentro ningún padecimiento físico. Presenta los síntomas de lo que conocemos como estrés. El estrés no solo afecta a los humanos - aclaró -. Los animales también sufren la enfermedad cuando están sometidos a presión durante largo período de tiempo.
El papá de Nacho, preocupado y buscando motivos al comportamiento del Duque, explicó al especialista que habían acogido a una nueva mascota en el domicilio familiar, pero que hacían lo posible para que el gato no se sintiera desplazado.
- Procuren que esté relajado, mímenle, pero no le agobien. Respecto al cariño ocurre igual que con cualquier otra cosa: es tan perjudicial el defecto como el exceso -  argumentó el veterinario.
El niño y su padre regresaron al domicilio. Duque mantenía la expresión ausente y la mirada triste. A medida que se acercaban a la casa se le erizaban los pelos, como si en el hogar habitase el mayor enemigo.
En cuanto se tumbaba, el canario revoloteaba feliz delante él y le cantaba, queriendo animarle, con notas bajas y aflautadas, que imitaban el sonido de una campana o el burbujeo del agua. Intentaba deleitarle entonado melodías de trinos combinados, cerrados o abiertos, según fuesen suaves o chillones.
Ante semejante insistencia, el gato optó por cambiar de táctica.
“Le dedicaré un poco de tiempo. Quizá deje de acosarme”.
Los días siguientes, después de la acostumbrada caminata, se recostaba en el cojín.
Si Romeo le veía, volaba a su lado para que Duque le contara  las aventuras vividas y le explicara, con todo lujo de detalles, cómo eran los árboles y las flores del bosque y, asimismo, cómo consiguió atrapar, tras continua persecución, a varios de los ratones que habitaban en el desván de su vecina, la señora Josefa.
El canario propuso al gato que le llevase de excursión montado en su lomo; y, una tarde del florido mes de mayo, ambos camaradas emprendían la gran aventura.
Romeo conoció a los jilgueros, estorninos y demás aves libres.
De súbito, en un momento de debilidad, Duque se abalanzó sobre Romeo, atrapándole entre sus fauces.
Impresionante fue el silencio.
El felino sintió en la boca el leve movimiento que producía, en vana tentativa por liberarse, el aleteo del canario.
Al instante arrepentido, abrió las fauces liberando a Romeo; éste, aún mareado, comenzó a volar, no sin dificultad.
Paralizado por la angustia, el gato observó que el canario pudo posarse en la rama más alta de un abedul.
Duque sintió deseos de huir, y corrió hasta extenuarse. Rendido, cayó sobre la hierba. Preso de intenso remordimiento, se clavó las uñas en el pecho, provocando que brotara la sangre, y exclamaba entre lágrimas de dolor:
- Soy malo, malo, muy malo… No volveré a casa nunca; no sería capaz de mirar a los ojos a ningún miembro de la familia -  sentenció, apesadumbrado.
Taciturno y desorientado, el minino caminaba sin rumbo fijo  por el bosque, en busca de alimento. De pronto, oyó una voz que le decía:
- Hace días que te veo deambular.
El gato elevó los ojos, divisando a la ardilla, de pelaje rojizo y larga cola, que le observa a través de sus negros y chispeantes ojos. Le hablaba desde el alcornoque en que había creado su nido, recubierto de ramas entrelazada y tapizado con musgo compactado para evitar que la lluvia entrase en el escondrijo.
- No sé dónde alojarme - respondió Duque.
- Pues no tienes aspecto de ser un gato callejero, aunque pareces triste.
- No seas entrometida. ¿Nadie te ha dicho que es falta educación inmiscuirse en asuntos ajenos?
- Disculpa -  dijo la ardilla, a la vez que con sus curvas y afiladas uñas sujetaba una bellota -. No pretendo molestarte, y me gustaría prestarte ayuda.
Duque suspiró. Llevaba mucho tiempo solo y necesitaba dialogar con alguien para aliviar el sufrimiento que le invadía.
- Vivía en una bonita casa, pero no puedo volver.
- ¿Por qué?
- He estado a punto de cometer un acto terrible.
- Bueno, no creo que haya sido tan espantoso lo que confiesas.
- Soy un asesino - reconoció con tono de voz apenas audible, tapándose la boca.
- ¿Cómo dices?- inquirió el roedor.
- Sí, un asesino, un asesino - repitió, elevando la voz y rompiendo a llorar desconsoladamente.
Deslizándose por el alcornoque hasta llegar al suelo, la ardilla se acercó al atormentado gato, preguntándole:
- ¿Por qué te consideras asesino?
Duque respondió entre amargos sollozos:
- Casi mato a mi amigo.
- ¿A tu amigo? ¿Os habéis pelado por un ratón?
- No, mi amigo es… - su voz temblaba, pues le resultaba doloroso pronunciar la identidad del animal.
- ¿Quién es el amigo al que te refieres?
 Tras unos minutos de intenso silencio, el gato prosiguió:
- Se trata de Romeo, un canario.
Conmovida por el triste relato, la ardilla enjugó las lágrimas del acongojado gato.
- Cuéntame lo ocurrido - le pidió.
Duque narró el lamentable episodio con profundo dolor, compungido.
La ardilla le escuchó atenta, sin interrumpirle. Cuando Duque hubo terminado de exponer los hechos, le habló en tono tranquilizador.
- No eres un asesino. Eres un gato y los gatos comen pájaros, pequeños roedores, peces y otras más cosas. No debes sentirte culpable por haber seguido tu instinto natural. El canario es muy joven - prosiguió explicando la ardilla -, y no tiene conciencia de ello. Creo que deberías volver y explicarle lo ocurrido.
De repente, se oyeron las voces de Nacho y de su padre:
- ¡Duque! ¿Dónde estás? ¡Duque!...
El gato dio un brinco y corrió para no ser visto. Se escondió entre los matorrales, cerrando los ojos.
Pasó mucho tiempo antes de que decidiese abrir los ojos. Miró a todos lados y no vio a ningún humano por los alrededores. Respiró aliviado; pero estaba sudoroso, y el corazón le palpitaba de forma desacompasada.
Comenzaba a anochecer. Agotado por la tensión acumulada, decidió refugiarse junto a un roble, y se quedó dormido.
El sol madrugador acariciaba su maltrecho cuerpo. Bostezando, logró desperezarse.  Como tenía sed, se acercó al río a beber agua.
Deprimido y sin ganas de cazar, volvió a recostarse sobre la hierba. Cerró de nuevo los ojos. Le faltaban las fuerzas y las ganas de vivir.
Al rato, notó un leve cosquilleo en la cabeza. Pensó en espantar al causante del hormigueo, pero su debilidad era extrema.
- Buenos días, Duque. ¡Al fin, te he encontrado!
El gato, sorprendido, abrió los ojos.
-¡Romeo! 
- ¡Qué alegría verte! - exclamó el canario, para a continuación interesarse -: ¿Te ha ocurrido algo?
Duque no acertaba articular palabra. Resultaba increíble que el pájaro hubiera dado con él. Le preguntó:
- ¿Qué haces lejos de casa? ¿Has venido solo?
- Sí - respondió Romeo -. Todos están tristes y preocupados ¿Escapaste por mi culpa?
Ante la ingenuidad del canario, el gato contestó:
- Por supuesto que no; pero estuve a punto de comerte y, arrepintiéndome, huí.
- ¿A punto de comerme, dices? -  el canario hacíase el sorprendido -. Jugábamos en el bosque y bromeaste. No me hiciste ningún daño. De haber querido comerme no habrías abierto la boca para dejarme salir.
Duque le  miraba con gesto de asombro.
- ¿De verdad, no estás enfadado?  - quiso saber el gato.
- Claro que no. ¿Por qué iba a estarlo, si siempre fuiste bueno y cariñoso conmigo? Si no regresas, yo tampoco lo haré.
- Márchate de aquí – sugirió el gato -. No conoces los peligros del bosque.
- Ni tú – le replicó el canario -. Solo hay que verte. ¡Cómo estarás que me ha costado reconocerte!
- Duque bajó la cabeza, en asentimiento a las palabras de Romeo.
El canario comenzó a volar delante del felino, como si quisiera orientarle en el camino de regreso.
- Vamos, sígueme.
Duque recordó las palabras de la ardilla: “No eres un asesino. Eres un gato y los gatos comen pájaros, pequeños roedores, peces y otras más cosas. No debes sentirte culpable por haber seguido tu instinto natural”.
Con movimiento lento, Duque emprendió el regreso, portando al ave sobre el derrengado espinazo.
Apenas unos pasos le separaban de la que todavía era su morada, cuando cayó desplomado. Romeo reaccionó de inmediato, y entró en la casa revoloteando. Pretendía llamar la atención.
El primero en verle fue Nacho:
- ¡Romeo! ¿Dónde estabas? Te he buscado por todas partes.
- Intrigado por la inquietud que mostraba el canario, siguió su vuelo.
Al ver al gato tirado en el césped, feliz de encontrarle, y a la vez alarmado, el niño exclamó:
- ¡Qué alegría! ¡Has vuelto! Creí que no volvería a verte…, pero, ¿qué te ocurre? ¡Mamáaaa!, ¡Papáaaa!… Duque ha regresado; parece enfermo.
Al instante, salió de la vivienda el resto de la familia.
Nacho cogió al minino en brazos. Le acomodó encima de su cojín preferido. Después de lavarle  y curarle las heridas, le dieron agua y leche.
Avisaron a Don Carlos, el veterinario, quien llegó enseguida. Le examinó detalladamente y diagnosticó:
- Está muy débil; llevará varios días sin tomar alimentos. Necesita descansar para poder recuperarse - aconsejó.
- ¿Qué más podemos hacer nosotros? - preguntó Nacho.
- Darle mucho cariño y prodigarle atenciones. Vamos, como hacéis siempre - respondió el veterinario.
Poco a poco y gracias a los cuidados que recibía, Duque iba recuperándose por completo.
Romeo le cantaba durante la noche, a modo de nana, ayudándole a conciliar el sueño; también por la mañana, para despertarle.
Duque se sentía feliz y agradecido. La amorosa acogida de los miembros de la familia le enternecía. No hubo preguntas ni reproches, solo mimos.
Gato y canario consolidaron la amistad, compartiendo aventuras y juegos. Eso sí: el felino, para evitar malas tentaciones, comía antes de jugar con el pájaro.

FIN


lunes, 17 de septiembre de 2012

LA SOLEDAD DEL TEJO


               
Hace muchos siglos, un soplo del Creador nos dio la vida en este maravilloso planeta, llamado Tierra. Pertenezco a la especie denominada plantas, y mi nombre es “Tejo”.
Pobladores de valles y montañas, teníamos el respeto de aquellos que, según la creencia de su ego, se conceptuaban a sí mismos  seres “superiores”: los hombres.
En la época celta éramos considerados como árboles sagrados. ¿Recuerdas cuando vuestros ancestros, los druidas, hacían bastones mágicos y predecían el futuro con palillos que fabricaban con la carne de nuestras ramas? Tú humano, yo árbol, convivíamos en armonía
El hombre apreció la flexibilidad que poseemos y construyó numerosos arcos y ballestas, con los que, en tiempos de discordia entre los de vuestra raza, obtendría la victoria en innumerables batallas. Descubrió nuestro néctar letal y, en las derrotas sufridas, lo utilizó para ayudar a morir con honor a los guerreros de algunas tribus que, apresados por el enemigo, optaban por poner fin a sus días bebiendo infusiones elaboradas con la savia de la corteza que nos envuelve, evitando así verse sometidos a la esclavitud. Tú humano, yo árbol, convivíamos en armonía.
Corriendo períodos de paz, fuimos utilizados en la fabricación de ejes para carros y toneles; e incluso, asentamos las posaderas de los más adinerados en las famosas sillas de Windsor.
En vuestra constante búsqueda descubristeis que, igual que os dábamos la muerte, también podíamos ayudaros a proteger la vida de los bebés que corrían peligro de no llegar a nacer, o salvaros de una muerte segura en las mordeduras de algunos ofidios.
El hombre fue adquiriendo más conocimientos y en el siglo XVIII supo de nuestro efecto sanador sobre la malaria y las enfermedades reumáticas.
 Hace décadas, los científicos descubrieron las propiedades curativas que contiene nuestra rugosa piel. Podemos preservar a los hombres de esa terrible enfermedad a los que ellos denominan cáncer, y nos sentimos felices de ayudarles. Tú humano, yo árbol, convivíamos en armonía.
            El ego del hombre se fue acrecentando en la misma proporción que aumentaban sus conocimientos, conceptuando al raciocinio su Dios, y olvidando que la verdadera esencia habita en el corazón. En frenética carrera hacia ninguna parte, mutó respeto por desprecio y  humildad por prepotencia, considerando al resto de los habitantes del planeta sus siervos. ¡Humano!, detente un instante y observa; aquieta tu mente y siente. Ahora dime, ¿qué ves? Yo árbol ¿y tú…?
Conocidos como árboles de la vida y de la muerte, convivimos con esa dualidad existente entre nuestra extraordinaria longevidad y nuestra elevada toxicidad.
            Algunos miramos al cielo cerca de las ermitas y de los cementerios. Mas lo cierto es que cada vez somos menos
            No te juzgo, ser humano, poblador de la tierra; pero al observar tus andanzas, no puedo reprimir el miedo. Si no te respetas a ti mismo, si era capaz de aniquilar a los de tu especie por ideología política, por desmedida ambición de poder o por el mero hecho de querer dominar el mundo, ¿qué no harás conmigo cuando me consideres inútil?
FIN                                                              



                                                                   

domingo, 2 de septiembre de 2012

EL CABALLERO QUE NO SABÍA PEDIR PERDÓN


"El caballero que no sabía pedir perdón", es el cuarto cuento de mi primer libro Relatos para despertar el corazón dormido". Todos los cuentos de este libro llevan al final su moraleja correspondiente, la que a mi en ese  momento me inspiró a escribirlo; por supuesto que cada lector puede sacar múltiples enseñanzas; en ningún momento pretendo ofender a ninguno de ellos.
Me gustaría saber vuestra opinión al respecto.
¿Sí, a poner la moraleja al final?
¿No, dejar al criterio de cada lector la enzeñanza moral que considere oportuna?



                             EL CABALLERO QUE NO SABÍA PEDIR PERDÓN




Érase una vez un despiadado caballero que durante toda su vida no había hecho otra cosa que sembrar la discordia, y causar dolor a cuantas personas habían osado cruzarse en su camino.
            Un buen día, al levantarse, observó que le habían salido unas llagas purulentas y malolientes en la piel de todo su cuerpo. A medida que pasaban los días, las úlceras iban creciendo y creciendo. Asustado, decidió acudir al lago azul, famoso por curar todo tipo de enfermedades.
            Agotado por el viaje, bajó de su caballo y se sentó en la orilla del lago. De pronto, emergió de las aguas una hermosísima ninfa que le preguntó:
            -Poderoso caballero ¿qué has venido a buscar aquí?
            El gentilhombre respondió:
            -Hace tiempo que vengo sufriendo de terribles heridas que invaden todo mi cuerpo.
 La ninfa  le dijo:
            -Báñate en el lago.
 El hidalgo así lo hizo y, después de permanecer varios minutos en las frías aguas, salió. Y cuál fue su sorpresa, al comprobar que no había desaparecido ni una sola de sus llagas.
            -¡Mira! -exclamó enfadado-: No he sanado.
El hada sin perder  la calma le dijo:
            -Tus llagas son el fruto del odio que llevas en tu corazón. Tan sólo el bálsamo del perdón  puede curarte.
            El aristócrata, enfurecido, montó de nuevo sobre su caballo y con premura se alejó de allí.
            Pasó el tiempo y, un atardecer de verano, el caballero regresó de nuevo hasta el lago. La ninfa emergió nuevamente de las aguas y le preguntó:
            -¿Qué has venido a buscar aquí?
            El gentilhombre respondió:
-¿Es que no me reconoces?
            El hada le observó con detenimiento durante unos minutos y le dijo:
            -Han aumentado tanto las lesiones de tu piel que, de no ser por tu voz, jamás te hubiese reconocido.
            El hidalgo, angustiado, exclamó:
            -¡Ayúdame! Me he convertido en un monstruo repugnante, y sufro de terribles dolores.         
La ninfa,  con voz serena, le respondió:
-Las úlceras son el fruto del odio que anida en tu corazón. Tan sólo el bálsamo del perdón puede sanarte. El dolor que sufres, no es otra cosa que tu propio arrepentimiento.
El hidalgo, cabizbajo, montó de nuevo sobre su caballo y se alejó del lugar.
Pasó el tiempo y, un amanecer, llegó hasta el lago un apuesto joven.
La mágica dama emergió de las transparentes aguas y le preguntó:
¿Qué has venido a buscar aquí?
El joven  respondió, a la vez que se dibujaba una gran sonrisa en sus labios:
-¿No me reconoces?   Yo, soy aquel caballero lleno de úlceras que vino hasta ti para pedirte ayuda. ¿Me recuerdas ahora?
El hada, sorprendida, exclamó:
-De no ser por tu voz, jamás te hubiese reconocido. Te has transformado en un joven muy apuesto, me entusiasma comprobar que estás completamente sano.
El gentilhombre prosiguió:
-Vengo a darte las gracias, hermosa dama. Puse en práctica tu sabio consejo, y fui a pedir perdón a todos y cada uno de los seres humanos a los que un día hice daño. Por cada persona que me perdonaba de corazón, desaparecía una de mis llagas. Así, hasta curarme del todo.
La ninfa sonrió satisfecha.
-No tienes nada que agradecerme, lo has hecho todo tú solo. Yo tan sólo soy la voz de tu conciencia y el lago, el espejo donde veías  reflejado tu interior. A partir de ahora, dedícate a hacer el bien y a amar a tus semejantes y, cuando quieras hablar conmigo, tan sólo tendrás que escuchar la voz de tu corazón.


Moraleja:
 El odio que guardas en tu corazón, tan sólo te hace daño a ti, y acabará causándote enfermedades. Si sabes pedir perdón y perdonar a quien te ha hecho daño, te sentirás liberado, sano y feliz.




FIN