Cada segundo de nuestra vida representa una magnífica oportunidad para regalar a las personas que amamos una sonrisa, un beso o un "te quiero". La ocasión perdida, jamás regresa.
LA
IMPORTANCIA DE DECIR “TE QUIERO”
Acompasadas y solemnes,
las campanadas del majestuoso reloj de pared anunciaban el morir del día. El
sordo quejido del péndulo de acero sonaba como lamentos de un destemplado corazón.
La amplia estancia, que
hacía las veces de comedor, estaba decorada al más puro estilo victoriano: el
aparador, coronado por un espejo tallado
que remataba en copete; la rectangular y amplia mesa de caoba que, en el
centro geométrico del salón, aparecía rodeada de sillas isabelinas con respaldo
abombado y tapizadas en terciopelo de seda rayado; y, apartado, un amplio
sillón de cuero, que completaba el resto de los elementos decorativos
principales. En la pared descansaban un espejo veneciano, con aprecio de anticuario, y un par de grabados
del siglo XIX.
Junto a la chimenea,
amparada por una verja de hierro cromado, se ubicaba el rincón para la lectura,
espacio acogedor en el que cobraba especial protagonismo la doble librería de madera, en cuyas baldas los libros parecían tomar vida propia. Y al fondo, como
retirado pero llamativo, el piano donde César pasaba las horas componiendo
música. Era su lugar preferido.
Extendiendo sus largos y
retorcidos brazos sobre el habitáculo, una lámpara, de cristal de Murano,
permanecía apagada. Apenas un haz de luz se filtraba entre las cortinas del
largo ventanal, incrementando el aspecto agónico del recinto.
Todo estaba en orden,
pulcro y perfecto. En el sillón de piel marrón yacía el señor Rivera, mudo y
con la mirada perdida en el infinito. Se asemejaba a un juguete roto. Violáceas
ojeras enmarcaban sus enrojecidos ojos, otorgándole semblante fantasmal.
Al hombre se le apreciaba
derrotado, desfallecido. Apresaba en su mano izquierda una copa de coñac. La
acercó lentamente hasta sus trémulos labios y bebió de un trago el amargo
néctar, ansiando que el efecto embriagador del licor, aunque sólo fuera por
unos instantes, silenciase el insoportable dolor de su alma.
Sobre la chimenea se podía
divisar, protegido por un precioso marco de plata, el rostro angelical de
César, su único hijo. Su dulce sonrisa y el brillo de sus inmensos ojos negros
iluminaban el recinto.
Extrovertido e inseguro, el
muchacho acusaba la falta de reconocimiento de sus virtudes por parte del
progenitor. Esclavo de su forma de ser y de los demás, dependía siempre de
alguien, o de las innumerables metas que se iba trazando.
Angustiado y nervioso,
intentaba una y otra vez establecer el diálogo con su padre, pero su antecesor
parecía sentirse más cómodo dando órdenes que escuchando razones. No apreciaba
el efecto devastador que su actitud causaba.
Pasada la niñez y llegada
la adolescencia, César se volvió extremadamente rebelde, con una personalidad
marcada por la inseguridad y la desconfianza en sí mismo, lo cual ponía de
manifiesto importantes problemas de autoestima.
Un permanente sentimiento
de inferioridad le hacía compararse con los demás; de modo que, inconsciente él,
acrecentaba lo negativo que creía poseer.
En afanosa búsqueda del
perfeccionismo, mostraba a menudo un comportamiento obsesivo por no cometer
fallos. El mínimo contratiempo que pudiese acontecer le hundía anímicamente,
llevándole a profundos estados de pesimismo. Entonces, cobraba protagonismo el
miedo a equivocarse en la toma de decisiones.
Su padre, dominante donde
los hubiere, reprimía toda capacidad de iniciativa y creatividad que atentase
contra la línea del comportamiento básico que, según su criterio, debía imperar.
César necesitaba concebir
algo nuevo, relacionarse de manera innovadora, apartándose de cualquier esquema
de pensamiento vulgar y conducta anodina. Acertó a encontrar en la música su
válvula de escape; pero, lejos de conseguir el apoyo de su progenitor, la
relación entre ambos se convirtió en constante y feroz duelo.
Soñador, débil y alocado, conforme al austero
concepto de su padre; sensible, noble y dotado de gran humanidad, en opinión de
sus amigos, César decidió perseguir sus sueños y vivir su vida, renunciado a
convertirse, según el deseo paterno, en abogado de prestigio; o sea, en digno
sucesor de la familia Rivera. No aceptarlo supondría un pecado que jamás le
perdonaría su antecesor.
¿En qué se había
equivocado el intransigente don Daniel respecto a su hijo?
De este modo se
recriminaba el consternado patriarca, sin hallar respuesta a sus dudas. Él
había cumplido con su rol de padre, educando a su vástago en el orden, la
justicia y en los que creía auténticos valores morales.
Una mueca indescifrable se
asomó tímidamente a los labios de Daniel Rivera, que recordó con nostalgia los
primeros años de la vida de hijo, cuando gozaba de su veneración. Y revivía en
su memoria, de regreso al hogar, cómo corría el crío hasta sus brazos, feliz y
ansioso, en busca de caricias.
Apenas el gesto de añoranza
hubo cobrado viveza, le eliminó de su rostro. Tenía miedo a descubrir que, bajo aquella mirada tan pétrea, latía un
corazón desacompasado.
Tomó el retrato entre sus
manos, sintiendo deseos de besar la imagen, mas de nuevo reprimió su emoción
ante el temor a mostrar la chispa de humanidad que todavía alumbraba en su alma.
César
no era quien debía haber sido. Bajo su severo criterio, se había convertido en
alguien completamente inútil, un compositor de tres al cuarto, un cantante
mediocre, un hombre vulgar. Repetíase
los defectos que acumulaba su hijo, en vano intento por justificar su frialdad
paternal.
Sujetó con fuerza la copa
de coñac entre sus agarrotados dedos de marfil, para a continuación lanzarla
violentamente contra la chimenea, preso de incontenible ira.
Las lágrimas se asomaron
incontenibles a sus cansados ojos, hasta que
explosionaron en acongojado llanto.