sábado, 12 de enero de 2013

LA IMPORTANCIA DE DECIR “TE QUIERO”


 Cada segundo de nuestra vida representa una magnífica oportunidad para regalar a las personas que amamos una sonrisa, un beso o un "te quiero". La ocasión perdida, jamás regresa.

                        LA IMPORTANCIA DE DECIR “TE QUIERO”
                                   
Acompasadas y solemnes, las campanadas del majestuoso reloj de pared anunciaban el morir del día. El sordo quejido del péndulo de acero sonaba como lamentos de un  destemplado corazón.
La amplia estancia, que hacía las veces de comedor, estaba decorada al más puro estilo victoriano: el aparador, coronado por un espejo tallado que remataba en copete; la rectangular y amplia mesa de caoba que, en el centro geométrico del salón, aparecía rodeada de sillas isabelinas con respaldo abombado y tapizadas en terciopelo de seda rayado; y, apartado, un amplio sillón de cuero, que completaba el resto de los elementos decorativos principales. En la pared descansaban un espejo veneciano, con aprecio de anticuario, y un par de grabados del siglo XIX.
Junto a la chimenea, amparada por una verja de hierro cromado, se ubicaba el rincón para la lectura, espacio acogedor en el que cobraba especial protagonismo la doble librería de madera, en cuyas baldas los libros parecían tomar vida propia. Y al fondo, como retirado pero llamativo, el piano donde César pasaba las horas componiendo música. Era su lugar preferido.
Extendiendo sus largos y retorcidos brazos sobre el habitáculo, una lámpara, de cristal de Murano, permanecía apagada. Apenas un haz de luz se filtraba entre las cortinas del largo ventanal, incrementando el aspecto agónico del recinto.
Todo estaba en orden, pulcro y perfecto. En el sillón de piel marrón yacía el señor Rivera, mudo y con la mirada perdida en el infinito. Se asemejaba a un juguete roto. Violáceas ojeras enmarcaban sus enrojecidos ojos, otorgándole semblante fantasmal.
Al hombre se le apreciaba derrotado, desfallecido. Apresaba en su mano izquierda una copa de coñac. La acercó lentamente hasta sus trémulos labios y bebió de un trago el amargo néctar, ansiando que el efecto embriagador del licor, aunque sólo fuera por unos instantes, silenciase el insoportable dolor de su alma.
Sobre la chimenea se podía divisar, protegido por un precioso marco de plata, el rostro angelical de César, su único hijo. Su dulce sonrisa y el brillo de sus inmensos ojos negros iluminaban el recinto.
Extrovertido e inseguro, el muchacho acusaba la falta de reconocimiento de sus virtudes por parte del progenitor. Esclavo de su forma de ser y de los demás, dependía siempre de alguien, o de las innumerables metas que se iba trazando.
Angustiado y nervioso, intentaba una y otra vez establecer el diálogo con su padre, pero su antecesor parecía sentirse más cómodo dando órdenes que escuchando razones. No apreciaba el efecto devastador que su actitud causaba.
Pasada la niñez y llegada la adolescencia, César se volvió extremadamente rebelde, con una personalidad marcada por la inseguridad y la desconfianza en sí mismo, lo cual ponía de manifiesto importantes problemas de autoestima.
Un permanente sentimiento de inferioridad le hacía compararse con los demás; de modo que, inconsciente él, acrecentaba lo negativo que creía poseer.
En afanosa búsqueda del perfeccionismo, mostraba a menudo un comportamiento obsesivo por no cometer fallos. El mínimo contratiempo que pudiese acontecer le hundía anímicamente, llevándole a profundos estados de pesimismo. Entonces, cobraba protagonismo el miedo a equivocarse en la toma de decisiones.
Su padre, dominante donde los hubiere, reprimía toda capacidad de iniciativa y creatividad que atentase contra la línea del comportamiento básico que, según su criterio, debía imperar.
César necesitaba concebir algo nuevo, relacionarse de manera innovadora, apartándose de cualquier esquema de pensamiento vulgar y conducta anodina. Acertó a encontrar en la música su válvula de escape; pero, lejos de conseguir el apoyo de su progenitor, la relación entre ambos se convirtió en constante y feroz duelo.
 Soñador, débil y alocado, conforme al austero concepto de su padre; sensible, noble y dotado de gran humanidad, en opinión de sus amigos, César decidió perseguir sus sueños y vivir su vida, renunciado a convertirse, según el deseo paterno, en abogado de prestigio; o sea, en digno sucesor de la familia Rivera. No aceptarlo supondría un pecado que jamás le perdonaría su antecesor.
¿En qué se había equivocado el intransigente don Daniel respecto a su hijo?
De este modo se recriminaba el consternado patriarca, sin hallar respuesta a sus dudas. Él había cumplido con su rol de padre, educando a su vástago en el orden, la justicia y en los que creía auténticos valores morales.
Una mueca indescifrable se asomó tímidamente a los labios de Daniel Rivera, que recordó con nostalgia los primeros años de la vida de hijo, cuando gozaba de su veneración. Y revivía en su memoria, de regreso al hogar, cómo corría el crío hasta sus brazos, feliz y ansioso, en busca de caricias.
Apenas el gesto de añoranza hubo cobrado viveza, le eliminó de su rostro. Tenía miedo a descubrir  que, bajo aquella mirada tan pétrea, latía un corazón desacompasado.
Tomó el retrato entre sus manos, sintiendo deseos de besar la imagen, mas de nuevo reprimió su emoción ante el temor a mostrar la chispa de humanidad que todavía alumbraba  en su alma.
            César no era quien debía haber sido. Bajo su severo criterio, se había convertido en alguien completamente inútil, un compositor de tres al cuarto, un cantante mediocre, un hombre vulgar.  Repetíase los defectos que acumulaba su hijo, en vano intento por justificar su frialdad paternal.
Sujetó con fuerza la copa de coñac entre sus agarrotados dedos de marfil, para a continuación lanzarla violentamente contra la chimenea, preso de incontenible ira.
Las lágrimas se asomaron incontenibles a sus cansados ojos, hasta que  explosionaron en acongojado llanto.
La  fotografía se escurrió de sus manos, hasta que cayó junto a los pies, como si intentase pedirle perdón.
Desde que la madre de César falleciera en fatal desenlace, años atrás, el señor Rivera, de carácter austero, se volvió agrio e intransigente, proyectando en el pequeño la frustración que le embargaba. El cariño y los mimos desaparecieron para el infante. Su padre, ya fuese por exceso de trabajo o  rigidez de carácter, no podía dedicarle la necesaria atención.
 Daniel Rivera permanecía encerrado en su despacho, a solas, enfrentándose al incontenible dolor que amenazaba con reventarle las sienes. María, la fiel sirvienta, alarmada por el inesperado estruendo que se había producido, se acercó con premura a la estancia. Cerrada a cal y canto, impedía conocer lo que estaba aconteciendo en el interior.
La buena mujer tocó levemente la puerta, solicitando permiso para acceder al recinto.
El inesperado toc-toc que llegó a sus oídos, sacó al señor Rivera, por un instante, de sus atribulados pensamientos.
Con voz enronquecida, rugió airadamente:
- ¡Quiero estar solo!
María se alejó de la puerta en silencio, igual que quien huye de la guarida del león para no ser devorado.
Enojado y apesadumbrado, Daniel Rivera recogió la fotografía del suelo, como si quisiera preservar un último tesoro. Pese a su altivez, la vida le había puesto de rodillas por medio del dolor.
 Miró el retrato de su hijo con los ojos del corazón. No era el rostro de siempre el que se asomaba ante sus pupilas. César era la viva imagen del candor, de la gratitud a la existencia humana, y a la placidez por el simple hecho de estar vivo.
El señor Rivera sintió cómo su corazón, desgarrado, galopaba cual caballo desbocado, buscando la libertad fuera de aquella pétrea coraza en la que hacía tantos años estaba preso. Por primera vez en su vida, la duda se hacía ocupa de su pensamiento. Debatíase entre sus arcaicos conceptos y los remordimientos por la intransigencia hacia su hijo.
Se cuestionaba si había pecado de exceso de autoritarismo, impidiendo  que su hijo madurase convenientemente
¿Qué le había movido a educar tan rígidamente a su heredero? ¿El bien del muchacho o, por el contrario, había actuado por puro egoísmo? Las preguntas, sin respuestas satisfactorias, le martirizaban.
Había intentado conseguir objetivos imponiendo sus criterios mediante presiones, tratándole sin discernimiento. La obediencia, la disciplina, y el orden habían sido las regidoras de la relación familiar.
Tal vez su actitud asfixió a César, quien, incapaz de resolver sus propios problemas, optó por rebelarse contra la opresiva autoridad, llegando en ocasiones a tener una conducta antisocial. Viendo el mundo como algo hostil y represor de todos sus deseos, buscaba satisfacción en pequeños grupos marginados.
El recuerdo de la última discusión con su hijo le martilleaba las sienes, sin tregua, una y otra vez. Su desproporcionada ira ante la actitud desafiante de su César le había llevado a perder el control.
 Actuó de un modo que no podría perdonarse nunca. La dureza de sus reproches había sido rubricada con un feroz bofetón.
Arrepentido en el momento del agravio, no supo reparar la ofensa. Consideró que, de haberle pedido perdón, se hubiera humillado ante él, perdiendo el poco respeto que aún pudiera tenerle.  
Se mordió los labios y apretó los dientes al escuchar la sentencia, que su heredero nunca debió pronunciar:
- No te preocupes papá. No me verás más.
            César cumplió su palabra. No volvería jamás a casa. Partió la noche del 20 de diciembre para no regresar. Perdió la vida en un absurdo accidente. Quién sabe si producto de la poca visibilidad que permitía la fuerte tormenta,  o debido a la temeraria imprudencia del muchacho. Quizá medió el destino, o acaso fue un castigo divino.
Poco importaba el motivo del cruel infortunio. El padre no volvería a escuchar su voz, ni su risa, ni embriagaría la casa con aquella fragancia de Paúl Gauthier.
Solo le quedaban silencio y vacío.
Jamás pensó que pudiera sentirse tan mísero, teniendo tanto. Consiguió prestigio, poder, fortuna y un gran nombre, obtenido la reverencia de la sociedad; pero, a cambio, había perdido el respeto hacia sí mismo. Fracasó en lo único realmente valioso: demostrar el inmenso amor que sentía hacia su hijo.
¿Por qué no supo brindarle a tiempo una sonrisa, una caricia? ¿Por qué no depositó, oportunamente, un beso en su mejilla?
Se reprochaba, una y otra vez su actitud, sin encontrar alivio ni respuesta.
¡Le amaba tanto! Pero jamás supo transmitírselo.
No acertó a interpretar el significado “del amor” de modo correcto. Temía que, si le enseñaba a amarse a sí mismo, pudiera el joven incurrir en narcisismo. Por el contrario, si le inculcaba el amor hacia los demás, pudiese perder la responsabilidad y el aprecio propios.
Obvio es que muchas personas no son lo suficientemente buenas  por no haber sido convenientemente amadas.
            La intolerancia y la rigidez, confabuladas, le habían arrebatado a su querido hijo para siempre.
Se maldijo de nuevo, en vano intento de aliviar el sentimiento de culpa que le corroía el alma. Educado para ocultar aprecios y emociones, se empecinaba en mostrar su dureza, como ejemplo con que ganarse el respeto de la sociedad.
¡Lamentable y atroz error!
¿Qué importaba ahora el mundo, si estaba solo? ¿Para qué anhelaba el poder, si había perdido lo más valioso que poseía? A falta del amor de su unigénito, quedaba convertido en el ser más pobre del mundo.
Hubiera dado todo por recuperar a César, aunque fuese tan solo por unos minutos. Para poder pedirle perdón, de rodillas si fuese necesario, por todo el daño que, sin pretenderlo, le había causado. Por no haber sabido respetarle, ni comprenderle; por haberle juzgado y condenado sin causa real; por no saber ejercer de  padre, sino de inquisidor y verdugo.
Era demasiado tarde. El dolor que sentía dentro de sí se le antojaba indescriptible.
Él, que lo tenía todo programado, bajo control, ignoraba que el amor, el tiempo y el perdón no se pueden comprar, y que con la muerte no se puede negociar.
La vida estaba dándole una amarga lección, obligándole, de forma brutal,  a distinguir lo importante de lo banal.
Había comprendido, en un solo instante y de la forma más atroz, todos sus errores.
 No se debe dejar para mañana lo que se pueda decir, hacer y, sobre todo, amar hoy.
Con el corazón roto y el alma envuelta en profunda amargura, dirigió su mirada hacia el pequeño trocito de cielo que se vislumbraba entre los visillos.  La noche comenzaba a apoderarse del entorno. Las gotas de  lluvia, como si de lágrimas del cielo fueran, caían lastimeras, haciendo aún más lúgubre el entorno.
Era demasiado tarde; pero aún así, en desesperado intento por tranquilizar su atormentada conciencia y con la esperanza de que su hijo pudiera escucharle donde estuviese, gimió cual animal herido de muerte:
- ¡Perdóname, hijo mío! ¡Perdóname!
Estremecido ante el propio eco de voz, respiró hondo y tragó saliva. Hizo acopio de un valor hasta entonces desconocido, verbalizando con desgarro los sentimientos tantos años cautivos en su corazón. Y confesó lo que siempre había deseado expresar, pero que nunca se había permitido pronunciar:
¡Te quiero hijo mío! ¡Te quiero!

 FIN


domingo, 30 de diciembre de 2012

LA HECHICERA Y SU PÓCIMA SECRETA

Os presento el cuento "La hechicera y su pócima secreta"; a menudo buscamos en los demás la solución a nuestros problemas. Obviamos que el verdadero poder reside en la confianza en nosotros mismos. Espero vuestra amable opinión. Besines.



LA HECHICERA Y SU PÓCIMA SECRETA

Érase una vez un joven que, deseoso de triunfar en la vida, decidió visitar a la vieja hechicera del bosque, famosa por sus pócimas mágicas, capaces de hacer realidad hasta los sueños más inverosímiles.
Llegó hasta la humilde choza donde habitaba la bruja y, con voz temerosa preguntó.
-¿Se puede?
Desde el fondo de la cabaña, se escuchó una dulce voz, que le respondió:
- Pasa, hijo mío. ¿En qué puedo ayudarte?
El muchacho exclamó:
- Deseo ser el más valiente de los cazadores para así poder gozar de la admiración de toda la aldea.
La adivina, que no había apartado la mirada ni un solo instante de sus ojos, con voz serena, le respondió:
- Bebe cada mañana al despertarte siete tragos de éste bebedizo secreto, y tu sueño se hará realidad.
Así lo hizo y en poco tiempo el chico se convirtió en un cazador cuyo valor era reconocido en toda la región. Orgulloso de sus hazañas, el mozo volvió a visitar la humilde choza de la maga.
Con extremada prudencia dio unos toquecitos en la puerta y, sin esperar respuesta, dijo:
- Soy yo. Vengo nuevamente alentado por los logros conseguidos. La hechicera, con la misma benevolencia de antaño, le respondió:
- Pasa, hijo mío. ¿En qué puedo ayudarte?
El joven prosiguió:
- Como veo que tus brebajes son infalibles, vengo a pedirte ayuda para ser un hombre muy rico y poderoso, y así ganarme el respeto de todo el pueblo.
La pitonisa le respondió:
- Bebe cada mañana al despertarte siete tragos de este bebedizo secreto, y tu sueño se hará realidad.
El muchacho siguió el consejo y pronto se convirtió en un hábil comerciante, cuya fortuna era difícil de calcular. Agradecido, decidió visitar nuevamente a le adivina. Al llegar a la choza, encontró a la anciana preparando uno de sus famosos cocimientos.
 - Vengo a darte las gracias – exclamó el chico –. Sin tus filtros secretos, jamás hubiese conseguido triunfar.
La hechicera, cuya  mirada era una fuente inagotable de amor, miró fijamente al joven y le respondió:
- Hijo mío, me hace muy feliz saber que conseguiste todo aquello que anhelabas, pero he de confesarte algo: Las pócimas que te di tan sólo eran zumo de frutos silvestres. La magia que te ayudó a conseguir que tus sueños se cumpliesen no era otra cosa que la seguridad en ti mismo y la fe que guardas en tu corazón.

FIN


sábado, 22 de diciembre de 2012

DON TACAÑÓN Y DON GENEROSO




Érase una vez dos hermanos muy diferentes entre sí. Don Tacañón, muy precavido,  ahorraba compulsivamente, por si “el mañana” le sorprendía  con desagrado. Sin embargo, don Generoso , era justo lo contrario; desprendido, compartía  lo que poseía  con sus semejantes más necesitados.
 Don Tacañón, desconfiado por naturaleza, recriminaba constantemente a su hermano por repartir parte de sus ganancias con los más pobres.
Don Generoso le respondía, diciendo:
- Doy gracias a Dios porque nunca me ha abandonado;  incluso en los momentos más duros, siempre me ha ayudado. Si tengo lo necesario, ¿no crees que es mi deber compartir una pequeña parte con los que nada poseen?
Don  Tacañón  alegaba:
-¿Cómo sabes tú a dónde va a parar el dinero que repartes? Además, si le das a todo el mundo, al final serás tú quien se quede sin nada. Veremos a ver, entonces, quien te socorre a ti.
Pasaban los años y don Tacañón y don Generoso seguían sin ponerse de acuerdo.
Un atardecer hubo un gran incendio; ambos hermanos lo perdieron todo. Don Tacañón lloraba, desconsolado, al ver que se habían quedado en la más absoluta de las miserias.
Miró, derrotado, a su hermano y le dijo:
-¡Qué mala suerte! Nos hemos quedado sin nada. ¿Qué haremos de ahora en adelante?
Don Generoso le respondió:
- Al enterarse de mi desgracia, todas las personas a las que un día ayudé vinieron a consolarme, obsequiándome con una moneda cada uno. Fíjate el capital que he atesorado. Ahora soy mucho más rico que antes.
Don  Tacañón  se quedó estupefacto; no acertaba a articular ni una  sola  palabra.
Don Generoso puso su mano sobre el derrotado hombro de su hermano, y continuó diciendo:
-No te preocupes hermano,  yo compartiré mi fortuna contigo.

FIN





martes, 20 de noviembre de 2012

Con todos mis respetos, no comprendo el placer que encuentran algunas personas en torturar y matar a un animal a cambio de unos minutos de gloria y un puñado de euros.

EL TORERO ARREPENTIDO

 

                Érase una vez un joven torero que preparaba, ilusionado, su próxima corrida de toros. Llegó el ansiado día y el muchacho había revisado con esmero hasta el último detalle. Todo debía ser perfecto; nada podía fallar en tan gloriosa tarde.

                Comenzó la corrida. Las ovaciones y los aplausos se escuchaban por doquier. El lidiador, henchido de orgullo, se pavoneaba una y otra vez, logrando hacer un auténtico espectáculo de aquella tarde de toros.

                En su afán por impresionar al enfebrecido público que clamaba ¡olé! sin cesar, el vanidoso matador hizo un giro sobre sí mismo. No calculó bien la suerte y tropezó consigo mismo, cayendo de bruces al lado del moribundo toro.

                El astado, con la voz trémula y el aliento entrecortado por el intenso sufrimiento, inquirió:

                -¿Te has hecho daño?

                El torero palideció al escuchar las palabras del pobre animal.

                -¿Cómo dices? – preguntó.

                La voz del toro, herido de muerte, preguntó nuevamente, entre quejidos de agonía.

                -¿Te has hecho daño?

                El lidiador, perplejo murmuró:

                - Estoy a punto de matarte, ¿y tú te preocupas por mí?

            El toro, ya sin fuerzas, respondió:

            - No comprendo tu afán por quitarme la vida. Yo jamás te hice daño alguno. Pero, aún así, no soy nadie para juzgarte.

                El matador, conmovido por las palabras del pobre animal, lloró amargamente sobre la arena teñida de sangre.

            Miró fijamente a los ojos del toro y exclamó, con la voz entrecortada por su propio arrepentimiento:

            -Perdóname. Efectivamente, tú nunca me hiciste daño, y yo, sin embargo, he decidido matarte para satisfacer mi ego y enriquecer mi bolsillo.

                El animal sonrió agradecido y, con un débil hilo de voz, concedió:

- Estás perdonado. Me siento recompensado al comprobar que también los seres humanos tenéis corazón.

                Tras una dura lucha por sobrevivir, el bravo astado logró recuperarse. A partir de entonces vivió con el torero arrepentido, quien fundó una dehesa para proteger a todos los toritos indefensos de la región.
FIN
 

 


miércoles, 14 de noviembre de 2012

¿Qué tendrán los besos de los padres, que ninguno otro puede igualarlos? Espero os guste.
 

                                                    LOS BESOS DE UNA MADRE

 

Ensortijados cabellos de oro, inmensos ojos azules, como el cielo de verano, y  pícara sonrisa. Como un ángel de Murillo, así era David.

Huérfano desde muy pequeño, vivía con su abuelo, un viejo pescador enamorado del mar, en un pueblo de la bella costa cantábrica.

Despierto y locuaz, interrogaba sobre todo lo que se presentaba ante sus expectantes pupilas.

-¿Qué son las nubes? - preguntó con los ojos muy abiertos, como si temiese perder algún detalle de la respuesta.

- Con el calor se evapora el agua de los océanos, mares, ríos y lagos; al llegar a las capas más altas de la atmósfera, se enfría y condensa, formando las nubes – explicó el abuelo.

-¿La lluvia es el pis de las nubes? - continuó interrogando el niño.

Divertido ante la inesperada pregunta, respondió el progenitor, ocultando la sonrisa que  asomaba a sus labios, en intento de evitar la sensación de burla ante su retoño.

- Las nubes no hacen pis, David. Cuando el aire cálido asciende, el vapor se condensa; el tamaño de las gotitas de agua que forman las nubes se hace mayor, hasta que no pueden seguir flotando en el aire y caen. Así se produce la lluvia.

En las noches de verano el niño observaba  las estrellas junto a su antecesor, quien le contaba fantásticas historias de princesas, dragones y corceles blancos; también de sirenas y  mundos mágicos.

David abrazó al abuelo, y la ansiada pregunta salió  de sus inocentes labios:

- ¿Cómo son los besos de las mamás? – quiso conocer el angelito, con un halo de nostalgia en la mirada.

Emocionado, el anciano le estrechó contra su pecho, y conteniendo el llanto, respondió:

- Son cálidos como los rayos del sol, dulces como la mermelada de fresa que tanto te gusta, delicados como el aroma de las flores y únicos como la luz de las estrellas.

FIN

 

domingo, 11 de noviembre de 2012


                              AVENTURA EN EL BOSQUE
                                
Érase una vez un hermoso lobezno de pelaje gris. Travieso y retozón, se divertía jugando al escondite con su madre y sus hermanos lobitos. El intenso color azul del iris de sus ojos hizo que le pusieran de nombre Lobo Azul.
- No os alejéis demasiado. Pronto oscurecerá - advirtió mamá loba.
Lobo Azul, curioso por naturaleza, decidió aprovechar el juego para explorar los secretos del bosque, desoyendo los consejos de su madre.
Junto al arroyo, entre la vegetación, descubrió a una rana patilarga. Lobo Azul saltó para atraparla; era su primera aventura como cazador, pero la rana, adivinando las intenciones del lobezno, se escabulló dentro del agua, escapando de las garras del cachorro.
Desilusionado ante el fracaso de su primera cacería, continuó buscando un lugar donde esconderse. No quería ser el primero en ser descubierto. Corrió y corrió, mientras mamá loba con los ojos cerrados, contaba hasta cien.
El viento sur mecía la hierba y las hojas de los árboles. Lobo Azul, entusiasmado por la belleza del paisaje, observaba con detenimiento las plantas y flores del campo; no quería perderse ningún detalle. Para esconderse eligió un frondoso pino, tras el que permaneció durante mucho tiempo. Cansado de esperar a que lo encontrasen, salió de su escondite. Miró a uno y otro lado, pero no vio a nadie.
- ¿Dónde estarán mis hermanos lobeznos y mamá loba? - se  preguntó, extrañado.
Corrió de un lado a otro buscando las huellas de su madre y sus hermanos, mas no encontró ni rastro de ellas.
Sediento por la caminata, llegó al río y bebió sus cristalinas aguas hasta calmar la sed. La noche, con su manto cuajado de estrellas, cubrió el bosque. Lobo Azul, asustado, recordó las advertencias que mamá loba le hacía siempre sobre los peligros del bosque.
De pronto, una dulce voz femenina le sacó de sus pensamientos:
-¿Qué haces en el bosque a estas horas? ¿No deberías estar durmiendo?
Lobo Azul, sorprendido, miró a uno y otro lado.
- No tengas miedo. Soy  la luna, la reina de la noche.
El pequeño lobo elevó sus ojos hasta el cielo. La luna de plata danzaba entre las estrellas. Coqueta, se miraba en el espejo de las aguas del río, alardeando de su belleza.
- ¡Qué guapa es! - pensó el lobezno con admiración. Había escuchado muchas historias sobre la luna y los lobos, pero nunca la vio tan de cerca.
Como si pudiera escuchar los pensamientos del cachorro, la luna respondió de inmediato:
-  Desde siempre han existido numerosas leyendas sobre la mágica relación que existe entre los lobos y yo; pero todas las leyendas son mitad verdad, mitad fantasía.
Tras unos segundos, la luna preguntó a Lobo Azul:
- ¿Te has perdido?
- Si - asintió, avergonzado.
- Desobedeciste a tu madre. Eso no está bien; lo sabes, ¿verdad?
- Si, lo siento - admitió el lobezno, bajando la mirada.
- No te preocupes, pequeño. Sígueme; yo te guiaré hasta la manada.
- ¿De verdad lo hará, Señora Luna?
- Confía en mí. Sigue el curso del río; el reflejo de mi rostro en las transparentes aguas te servirá de guía.
Lobo Azul se sintió aliviado. Caminó durante horas, hasta acabar extenuado. Agotado y somnoliento, se reclinó junto a abedul para descansar. Apenas se hubo recostado, quedó dormido de inmediato.
Cuando despertó había amanecido; buscó a  la luna en el río y en el cielo, pero  no estaba. Lobo Azul se sintió abandonado.
- ¿Quién va a ayudarme ahora? – pensó, angustiado.
Una serpiente se deslizaba contoneando su cuerpo sobre el campo. A través de sus grandes ojos, observaba con minuciosa atención a Lobo Azul. Y no porque quisiera hipnotizarle, sino porque las serpientes carecen de párpados y no pueden cerrar los ojos.
- ¿Qué haces por estos lugares? – le preguntó.
- Me he perdido y no encuentro el camino de regreso a la guarida. La luna prometió ayudarme, pero me ha dejado solo.
- No debes fiarte de todos los que encuentres en tu camino - replicó la serpiente -. La luna es mágica y engañosa; con su hechizo de plata, hace ver cosas que en realidad no existen. Cuando llega el día se esconde y, por más que la busques, no podrás hallarla.
La serpiente continuó su charla, evitando acercarse demasiado a Lobo Azul; no quería asustarle. Los reptiles de su raza no devoran a los lobos, pero el cachorro era demasiado joven y tal vez lo ignorase.
- Con la luz del día podrás ver con mayor claridad.- continuó explicando la serpiente-. Utiliza sabiamente tus sentidos si quieres regresar sano y salvo a tu guarida. Escucha atentamente los aullidos, gruñidos y ladridos de los animales; presta mucha atención a tu olfato para distinguir el olor de las diferentes especies y agudiza la vista para reconocer las huellas de la manada de lobos. Recuerda que en el bosque existen multitud de animales; algunos pueden ser tus aliados, y otros, feroces enemigos Deberás aprender a distinguirlos; de no ser así, te perderás siempre. El bosque está lleno de peligros para alguien tan indefenso como tú.
El lobezno sentía ganas de llorar; pero reprimió el llanto, intentando parecer valiente.
- Gracias por sus consejos, Señora Serpiente.
- Buena suerte, pequeñín.
Lobo Azul emprendió el camino a casa, poniendo en práctica los consejos recibidos.
 De pronto, sintió un intenso dolor en una de sus patas traseras; intentó seguir caminando, pero no pudo. Había quedado atrapada en un cepo. Cegado por las lágrimas, aullaba con desesperado lamento.
Pedro caminaba por el bosque en busca de leña. Amante de los animales, poseía en su granja un refugio para aquellos que encontraba heridos o abandonados.
Alarmado por los aullidos del lobezno, acudió en busca del animal herido.
Le encontró a los pocos metros, desfallecido y con la patita ensangrentada.
- ¡Un hombre! - exclamó Lobo Azul, alarmado. Temblaba de dolor y sus dientes castañeteaban de miedo.
Recordó las temibles historias que antaño le narraron sus antepasados; historias en las que el hombre era el peor enemigo del lobo. Competidores irreconciliables, disputaban por capturar las mismas presas: jabalíes, corzos, cabras montesas o conejos.
Pedro se acercó con sigilo hasta el cachorro para no asustarle.
- No te preocupes, pequeño, te rescataré - le dijo, con ánimo de aliviar su temor.
Le liberó del cepo y le cogió en brazos para llevarle hasta la granja. Una vez en el hogar, desinfectó las llagas y vendó la pata herida del lobezno. Le alimentó y le dio agua. El pequeño lobo estaba muy débil; había perdido mucha sangre y presentaba signos de deshidratación.
Lobo Azul admiró, sorprendido, a su salvador. Su comportamiento no se parecía en nada a lo que le habían contado sobre los humanos. Pudo comprobar que, como ocurre con cualquier otro ser vivo, no todos los hombres eran malos. Descubierta la bondad del ser humano, se sintió satisfecho y agradecido.
Por fin, llegó el gran día; Lobo Azul se había recuperado por completo.
- Es el momento de volver con tu familia - dijo Pedro -. Te llevaré de nuevo al bosque para que puedas regresar con la manada.
Recorrieron muchos kilómetros antes que Pedro reconociese las huellas de los lobos en el bosque.
Al sentir que alguien le observaba, se detuvo en seco. Descubrió entre unos matorrales la profunda mirada de unos ojos rasgados, color ámbar. Era la madre de Lobo Azul.
Se miraron a los ojos durante unos minutos. No había odio en sus miradas; transmisoras de nobles sentimientos, comprendieron que el hombre y los lobos no son enemigos. Ambos actúan de igual modo: solo atacan cuando se sienten amenazados o acorralados.
Pedro acarició al lobezno en señal de despedida; Lobo Azul le lamió la mano, agradecido por los cuidados y mimos recibidos durante su convalecencia. Tras la emotiva despedida, el cachorro corrió feliz hacia mamá loba.
Pedro regresó a su hogar y el lobezno volvió junto a la manada, donde recibió una buena reprimenda por desobedecer a su madre. Los corazones de Pedro y de los lobos  quedarían unidos para siempre.
El tiempo pasó y Lobo Azul se convirtió en un hermoso y valiente lobo, de pelaje gris y rasgados ojos azules. Cada noche de luna llena, subía a la montaña más alta del bosque, elevaba los ojos al cielo y aullaba a la luna.
Desde su granja, Pedro reconocía, con orgullo y admiración, la majestuosa figura del lobo sobre la cima de la montaña. Ambos sabían que el mágico ritual era el homenaje de respeto y agradecimiento que Lobo Azul y su manada hacían a Pedro por salvarle la vida y enviarle de nuevo a casa. Habíase reconciliado, para siempre, la relación entre lobos y humanos.

FIN

viernes, 9 de noviembre de 2012

EL PASTOR Y LA PALMERA


Érase una vez un joven pastor que decidió independizarse. Para ello construyó una hermosa casa de madera. Se sentía feliz y orgulloso, hasta que un día estalló una fuerte tormenta y un rayo fulminante la destruyó.
El ganadero, que tenía una gran fuerza interior, pensó:
“No importa. Comenzaré de nuevo”.
Construyó una nueva vivienda, y compró unas cuantas ovejas. Sentíase realmente satisfecho; pero un amargo día llegó una peste terrible, que acabó con todo su rebaño.
El ovejero, apesadumbrado, recapacitó:
“No importa, comenzaré de nuevo”.
Trabajó muy duro, y pronto tuvo un nuevo rebaño. Como era joven y apuesto, concluyó:
“Ya es hora de que forme mi propia familia. Buscaré una buena mujer, me casaré y tendré hijos, que me ayudarán en las labores del pastoreo”
Y así lo hizo.
Pasó el tiempo, y un crudo día de invierno su amada esposa, que era muy ambiciosa, le abandonó llevándose todos los ahorros acumulados durante el matrimonio.
El ganadero, derrotado y angustiado, decidió:
“Pondré fin a mi vida. Estoy cansado de perder todo aquello que obtuve con esfuerzo. “No quiero sufrir más”.
Fue al bosque, y después de caminar durante mucho tiempo, concluyó:
“Este es un buen sitio para terminar mis días. Está alejado del pueblo y nadie me encontrará”.
Cogió una astilla de árbol y, cuando iba a atravesar con ella su dolorido corazón, escuchó una potente voz, que le advirtió:
-¿Qué vas a hacer?
El ovejero miró y miró a su alrededor, y no vio a nadie.
De pronto, la voz exclamó nuevamente:
-¿Qué vas a hacer?
En ese instante, se dio cuenta de que la voz provenía de una palmera que estaba situada  detrás de él. Se volvió, respondiendo:
- Estoy cansado de sacrificarme y, justo cuando consigo algo que me hace feliz, la vida me lo arrebata. Soy muy desgraciado, y ya no quiero luchar más.
La palmera, con voz serena, le replicó:
- Amigo mío. ¿Ves esos árboles frutales que se levantan en aquella granja cercana? Todos ellos consiguen sus frutos a los pocos meses; incluso las hortalizas obtienen productos enseguida. Sin embargo, mírame a mí; tengo cuatrocientos cincuenta años y, todavía, tendré que esperar otros cincuenta años más para ver cumplido mi sueño de parir exquisitos dátiles. ¿Acaso crees que no se me hace costosa y larga la espera? Pero ni los huracanes, ni las tormentas de nieve, ni los electrizantes rayos, ni siquiera la despiadada mano del hombre, han conseguido mitigar mi esperanza. En este mundo, amigo mío, hay que saber esperar y no rendirse jamás ante los obstáculos, sino aprender de ellos y continuar caminado por sus largos senderos. Solo así conseguirás, un buen día, recoger la recompensa que la vida haya gestado para ti.
El pastor, que había escuchado atentamente la lección que le daba la palmera,  la miró, y con un renovado brillo de esperanza en la mirada, dijo:
- Gracias, amiga,  tu consejo es muy sabio y no lo olvidaré jamás. Ahora, más que nunca, estoy dispuesto a comenzar de nuevo.
Arrojó la astilla que aún pendía de su mano y, con la cabeza erguida y una renovada sonrisa en los labios, regresó nuevamente al pueblo.
FIN