martes, 20 de noviembre de 2012

Con todos mis respetos, no comprendo el placer que encuentran algunas personas en torturar y matar a un animal a cambio de unos minutos de gloria y un puñado de euros.

EL TORERO ARREPENTIDO

 

                Érase una vez un joven torero que preparaba, ilusionado, su próxima corrida de toros. Llegó el ansiado día y el muchacho había revisado con esmero hasta el último detalle. Todo debía ser perfecto; nada podía fallar en tan gloriosa tarde.

                Comenzó la corrida. Las ovaciones y los aplausos se escuchaban por doquier. El lidiador, henchido de orgullo, se pavoneaba una y otra vez, logrando hacer un auténtico espectáculo de aquella tarde de toros.

                En su afán por impresionar al enfebrecido público que clamaba ¡olé! sin cesar, el vanidoso matador hizo un giro sobre sí mismo. No calculó bien la suerte y tropezó consigo mismo, cayendo de bruces al lado del moribundo toro.

                El astado, con la voz trémula y el aliento entrecortado por el intenso sufrimiento, inquirió:

                -¿Te has hecho daño?

                El torero palideció al escuchar las palabras del pobre animal.

                -¿Cómo dices? – preguntó.

                La voz del toro, herido de muerte, preguntó nuevamente, entre quejidos de agonía.

                -¿Te has hecho daño?

                El lidiador, perplejo murmuró:

                - Estoy a punto de matarte, ¿y tú te preocupas por mí?

            El toro, ya sin fuerzas, respondió:

            - No comprendo tu afán por quitarme la vida. Yo jamás te hice daño alguno. Pero, aún así, no soy nadie para juzgarte.

                El matador, conmovido por las palabras del pobre animal, lloró amargamente sobre la arena teñida de sangre.

            Miró fijamente a los ojos del toro y exclamó, con la voz entrecortada por su propio arrepentimiento:

            -Perdóname. Efectivamente, tú nunca me hiciste daño, y yo, sin embargo, he decidido matarte para satisfacer mi ego y enriquecer mi bolsillo.

                El animal sonrió agradecido y, con un débil hilo de voz, concedió:

- Estás perdonado. Me siento recompensado al comprobar que también los seres humanos tenéis corazón.

                Tras una dura lucha por sobrevivir, el bravo astado logró recuperarse. A partir de entonces vivió con el torero arrepentido, quien fundó una dehesa para proteger a todos los toritos indefensos de la región.
FIN
 

 


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